El amor
No se puede explicar el amor por la simple razón de que nadie es capaz de entenderlo. Nadie sabe cómo o por qué aparece, ni de qué depende que crezca hasta echar raíces y dar sus frutos o se desvanezca sin llegar a nada. Nadie sabe determinar el momento exacto en el que empieza o se termina, ni somos capaces de determinar cuánto debe durar cada una de sus fases -si es que realmente las tiene-. El amor no entiende de estudios, de normas o de horarios.
El amor simplemente llega cuando le apetece -nunca cuando tú lo buscas-, se divierte desmontando todos los esquemas que pudieras haberte preparado y disfruta montando un auténtico tiovivo de emociones en tu interior. En un momento te hace flotar en una nube, al otro te despierta tu lado más inseguro y te llena la mente de dudas y al siguiente te dispara la impaciencia despertándote las ganas de saltar al vacío aun sin saber lo que habrá detrás.
El amor es como un niño caprichoso e impredecible al que resulta imposible domar. No se le puede coger la medida al amor y, por tanto, nunca estamos preparados para hacerle frente. Pero nada de eso importa, porque por mucho que nos asuste, nos quede grande o nos pille por sorpresa, el amor es esa fuerza adictiva y poderosa a la que no puedes darle la espalda por mucho que lo intentes. El amor lo maneja todo. El amor nos mueve, saca lo mejor -y lo peor- de nosotros mismos, nos rasga y nos traspasa la piel, nos araña por dentro y nos llena el alma haciéndonos saber que estamos vivos. Y precisamente de eso trata el juego de la vida: de sentirnos vivos.
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