Crónica de un relajante día campestre

Todo comenzó una tarde-noche de viernes con cinco amigos dialogando sentados en una mesa del Telepizza, mientras engullíamos como posesos tres pizzas familiares del tamaño de una rueda de camión cada una. Mientras dos se peleaban por el último trozo de pizza barbacoa, uno se atragantaba con la Coca-Cola y yo perdía todo mi glamour comiéndome un trozo de pizza carbonara como si de un sorbete de limón se tratara, una de las mentes pensantes (dentro de sus posibilidades) decidía que era el momento de plantear aquello sobre lo que llevaba varios días reflexionando:

-Oye, ¿qué os parece si vamos a pasar el día al campo?

Aquella pregunta sirvió para la mesa quedara en silencio por un momento mientras todos dirigíamos las miradas hacia el autor de aquella propuesta (yo, por supuesto, sin dejar de vigilar de reojo el último trozo de pizza de bacon con atún), preguntándonos si acaso le había sentado mal la cena para habersele ocurrido tal plan. Las reacciones no se hicieron esperar:

-¿Ze pué zaber que ze t'ha perdío en el campo? (Parece ser que de la impresión aún no había sido capaz de engullir el aro de cebolla)

Después de varios "¿tú eres tonto?", "¿al campo un domingo?" y "si no te lo vas a comer, pásame ese trozo" la idea acabó teniendo una buena aceptación y empezamos a apuntar todo lo necesario para nuestra, en principio, relajada jornada campestre.

El esperado día de campo llegó y allí estábamos nosotros el domingo a primera hora de la mañana..... durmiendo. El caso es que a las 12:30 de la mañana, con el coche cargado hasta los topes y con más ganas de volver a la cama que de pasar un día de campo, yo me ponía al volante después de que todos consideraran que yo sabía llegar al pantano (ilusos). Más de una hora más tarde, después de una parada de urgencia en una gasolinera para comprar unas gominolas que se me habían antojado, y después de haber pasado dos veces por una rotonda a la que dimos unas cuatro vueltas, por fin llegamos al pantano, y como no podía ser menos, lo primero que hicimos al bajarnos del coche fue echarnos un partido de fútbol y comernos todo lo que llevábamos en el coche.

Después de una ligera comida (ligera por lo rápido que desapareció, no por otra cosa) decidimos salir a inspeccionar la zona. Mientras caminábamos relajadamente entre hierbajos campestres y pedruscos (que se note que soy bióloga), huyendo a la carrera de una peligrosa serpiente enorme que resultó ser una cuerda vieja y espantando mosquitos entre maldiciones varias, apareció lo que parecía, ante nuestros emocionados ojos de domingueros camperos, una pequeña montaña desde la que poder disfrutar de las vistas. La subida se produjo sin incidentes, salvo por aquel mosquito que decidió que mi ojo era un lugar perfecto en el que aterrizar. El problema vino cuando, después de disfrutar de las fantásticas vistas (una inmensidad de terreno repleto de más hierbajos secos) llegó el momento de bajar. Aquella inocente e insignificante montañita que habíamos subido tan alegremente hacía unos minutos ahora parecía más alta e inclinada de lo normal.

Cuando nos dimos cuenta de que nadie iba a traer ningún telesilla para que nosotros pudiésemos bajar decidimos hacernos los valientes y empezar a descender por aquella montaña dejando atrás el miedo. Iba yo dirigiendo al grupo por aquello de que "tú eres bióloga, controlas más" (yo sigo sin entender la relación, pero bueno, allí iba) cuando de pronto escuché un ruido extraño seguido de varias piedras que pasaban rodando por mi lado. Lo único que me dio tiempo a ver cuando me giré a investigar que ocurría fue a mi amiga cayendo al estilo croquetil entre piedras y matujos con sus caros y nuevos pantalones vaqueros (que muy apropiados para una jornada de campo no eran, pero la verdad es que iba ella monísima) y a otro de mis amigos en el suelo mientras gritaba asustado al ver su móvil a punto de "escuajeringarse" en mil pedazos. En ese momento, analizando a cámara lenta la situación entendí que debía tomar una decisión rápida, y he de decir que a día de hoy el móvil se encuentra en perfectas condiciones.

Tras el descojone susto inicial, todos acudimos veloces a socorrer a mi amiga, quien se encontraba tirada en el suelo con una pierna mirando a Cuenca y la otra dirigida hacia Castellón, un peinado muy ochentero con sus hierbas colocadas de forma casual entre las greñas y un deportivo que había perdido por completo la suela. En esas condiciones todos entendimos que había llegado el momento de abortar el día campestre y regresar a casa, pero había un último problema: el coche estaba aparcado a unos 15 minutos de camino y teníamos a una amiga lisiada y sin zapato en mitad del campo. Pero no pasa nada, no hay reto que nosotros no seamos capaces de resolver en un plis plas. Se nos ocurrió la fabulosa idea de llevar a nuestra amiga en brazos..., pero se nos ocurrió cuando ya estábamos en el coche después de haber hecho el camino de vuelta con mi amiga usando una chaqueta liada al tobillo como zapato al estilo "hombre de Atapuerca".

Y esa fue nuestra relajante jornada campestre de domingo, sin incluir el control de la Guardia Civil que nos encontramos cuando volvíamos a casa con mi amiga lisiada en el asiento de copiloto y mi lengua azul después de comerme un Chupa-Chups, pero eso es otra historia en la que mejor no entrar.

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