Valía la pena luchar


Dicen que la vida no es tan fácil como todos desearíamos, pero que tampoco es tan complicada como insistimos en pintarla. Tenemos tendencia a dar demasiadas vueltas a todo lo que nos ocurre, a dudar excesivamente de todo lo que nos rodea, y a catalogar como imposibles cosas que ni siquiera hemos intentado. En la mayoría de los casos, las cosas son más sencillas de lo que parecen, y no es más que nuestro miedo quien se encarga de complicarlas, de hacer que todo nos parezca demasiado difícil, de hacer que lo veamos todo cuesta arriba.

Nos rendimos antes de intentarlo. Nos convencemos a nosotros mismos de que no tenemos posibilidades, quizás porque preferimos quedarnos con la duda de lo que pudo haber sido, antes que con la certeza de que no pudo ser. No es más que un reflejo de nuestra falta de autoestima, de la falta de confianza en nosotros mismos. Y muchas veces esa falta de autoestima nos hace perder mucho más de lo que imaginamos. Es como el que se rinde en un partido por miedo a ser derrotado por el rival. Sí, puede que te lleves el placer de no ser derrotado por nadie pero, ¿de qué sirve que nadie te derrote, si  eres tú mismo quien acaba con tus posibilidades de ganar?

Reconozco que hasta hace poco yo también era de las que veían en la rendición una victoria, hasta que conocí lo que se siente al ganar, hasta que vi lo que puedes ganar. Hace poco quise dar por perdida una batalla sin ni siquiera haber empezado a librarla. El miedo me pudo desde el mismo momento en el que fui consciente de que podía tener posibilidades.  Y es que, aunque parezca contradictorio, a veces el miedo a perder te invade justo en el momento en el que sabes que realmente puedes ganar.

Por un momento me dejé llevar por el miedo, dejé que fuese él quien controlara la situación, quien controlara mis acciones y mis pensamientos. Y él actuó como mejor sabe: maquillando la realidad a su antojo, ocultando las señales que me animaban a seguir y potenciando las malas vibraciones que me decían que era hora de rendirse. Me hizo pensar que aquella era realmente una batalla perdida en la que solo los locos estarían dispuestos a luchar.

Por suerte, en esta ocasión había alguien más dispuesto a ganar aquella batalla, alguien que me enseñó que, a veces, nada tiene más sentido que una gran locura. Tuve la suerte de encontrar a una persona que supo ser valiente por las dos, que se atrevió a plantar cara a mi miedo, y que no se rindió hasta que consiguió acabar con él, hasta que consiguió derrumbar una a una todas las barreras que poco a poco ese miedo había conseguido levantar dentro de mí. Me ayudó a borrar todas y cada una de mis dudas. Me enseñó a ignorar las malas vibraciones, y a saber leer las señales positivas por encima de todo. Tuve la suerte de encontrar en esta batalla a un pequeño ángel de ojos verdes que supo recomponer mi autoestima, que me hizo confiar en mis posibilidades y que, por primera vez, me enseñó a creer en mi misma por encima de todo y de todos. Por suerte encontré en mi camino un pequeño regalo que me recuerda día a día que vale la pena luchar por lo que quieres, que me recuerda la importancia de ser valiente. Encontré a un ángel que me recuerda que sí, que al final valió la pena luchar. Porque a veces enfrentarse al miedo trae consigo la mejor de las recompensas.

Gracias por enseñarme tanto, por darme tanto. Gracias enana, por ser tan grande.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Ojalá pudieras verte como yo te veo

Si me permites un consejo

El acoso de los talifanes