Crónica del alocado comienzo de un proyecto
Creo que todos en algún momento
hemos soñado con las mismas cosas: escribir un libro, hacer un viaje alrededor del
mundo, comprar una casa de ensueño, tener el dinero suficiente como para poder
secuestrar a aquella pija repelente que iba a tu clase en el instituto y que
tan guay parecía ser, meterla a la fuerza en un cohete y mandarla a Marte en un
billete exclusivamente de ida a ver si con un poco suerte se desintegra delante
de algún satélite para que tú puedas ver las imágenes… Bueno, puede que lo
último sea cosa mía, pero estoy segura de que al leer esto todos habéis pensado en
alguien y habéis disfrutado imaginando la escena. Lo sabéis. Lo sé.
Bueno, el caso es que después de
todo, la lotería sigue sin tocarme (creo que sería un buen momento para empezar
a comprar), no ha aparecido ningún familiar lejano y desconocido que haya
muerto dejándome como única heredera de su grandiosa fortuna ni ha aparecido
ningún “muchi-millonario” con alma de buen samaritano que haya decidido hacer
su buena acción del día donándome unos cuantos milloncejos de euros como el que
echa 10 céntimos en el cepillo de la iglesia. A pesar de todo yo sigo teniendo
esperanzas, no os creáis, pero lo cierto es que hasta que algo de eso pase, a
día de hoy soy más pobres que las ratas, expresión que nunca he entendido, por
otra parte. ¿Acaso hay algún animal rico? Pero bueno, esto son reflexiones que
tiene una en una tarde de verano después de haber estado expuesta varias horas
al Sol, notando como sus dos únicas neuronas funcionales van perdiendo facultades
poco a poco, y si no quiero que me encierren en un manicomio sería interesante
que las dejemos aquí.
¿Por dónde íbamos? Ah sí, que no
tengo ni un puto duro. Evidentemente ese es un gran inconveniente para llevar a
cabo la mayor parte de los planes que tengo apuntados en mi lista, por lo que
después de gastar medio paquete de bolígrafos tachando cosas de aquel enorme
listado, el único plan que sobrevivió fue esto de escribir un libro (bueno, ese
y el de vengarme de aquel jodido pato del parque que me robó mi merienda cuando era
pequeña, pero eso es un asunto entre el pato y yo). Fue en ese momento cuando vi la luz… la luz de
la cocina, que me la había dejado encendida, y no estaba la cosa como para ir
desperdiciando luz. Mientras caminaba por el pasillo, aparte de joderme el dedo
meñique del pie contra el marco de una puerta (que ya me diréis vosotros para
qué narices sirve el dedo pequeño del pie a parte de para sufrir golpes
estúpidos), pensé por un momento en la idea de escribir un libro, y no sé si
fue porque aún estaba algo conmocionada por el golpe o por el medio kilo de
lacasitos que me había tomado a media tarde presa del aburrimiento, pero lo
cierto es que escribir un libro me pareció la mejor de las ideas.
A partir de ese momento la idea
de ser escritora me entusiasmó hasta tal punto que no quería dejar pasar ni
un minuto más para empezar con ello. En lo que tardé en buscar mi portátil y
conseguir que se pusiera en marcha, varios golpes y maldiciones mediante,
empecé a imaginarme cómo sería aquel proceso, siempre desde un punto de vista
bastante realista y precavido claro, que una es modesta hasta para soñar. El
caso es que tan entusiasmada estaba yo con la idea de escribir un libro que no
me percaté de un pequeño detalle hasta que no me encontré en el sofá con el
portátil entre mis piernas y una hoja en blanco frente a mis ojos: no había
hecho mi segunda merienda, y así ni escribir un libro ni leches.
Volví a sentarme en aquel sofá después
de vaciar media nevera, y portátil en mano, me dispuse a empezar mi libro. Llevaba
ya como unos 45 minutos inmersa en él cuando, después de releer por quinta vez
la única línea que había escrito, la cual se correspondía con un título en
negrita y subrayado en el que se podía leer “Mi libro”, comprendí que tenía un
pequeño problema… ¿Cuál era el tipo de letra que debía usar? Sí, también, pero
eso no era lo más grave. Lo que realmente me preocupaba era sobre qué narices
iba yo a escribir un libro.
Quizás en ese momento lo más
sensato hubiese sido reflexionar, reconocer que no había sido buena idea lo de
plantearse escribir un libro y centrarme en cualquier otro plan mucho más
fácil, pero aquello no entraba en mis planes, así que sin perder mi ilusión de
convertirme en escritora empecé a buscar ideas para mi libro. Primero pensé en
inventar alguna trama que mezclara la aventura de una investigación policíaca
(que siempre me habían gustado a mi todas las series de policías) con los
enredos amorosos de los protagonistas, pero lo cierto es que lo descarté casi
al instante. No era capaz de ponerles una excusa decente a los profesores de mi
instituto cuando no llevaba los deberes hechos, como para ponerse a inventar
toda una trama. Después pensé en escribir algún cuento con protagonistas
divertidos que enseñaran alguna moraleja, pero después de darle varias vueltas
llegué a la conclusión de que la historia del pony cojo enamorado de un
unicornio de colores que viajaba por el mundo en busca de confeti igual no la
iba a entender mucha gente…
Cuando ya estaba a punto de tirar la toalla de
pronto se encendió la bombilla en mi cabeza. ¿Y por qué no escribir mi
historia?
CONTINUARÁ.... o no
Jajajajajajajaa me meo contigo. Te veo un poco como David Safier, escribiendo libros de humor, super divertidos y con historias algo alocadas. Si no has leído nada suyo, te lo recomiendo muy mucho, empezando por Maldito Karma.
ResponderEliminarEscribas lo que escribas, cosa que debes hacer, será genial, de éso estoy segura. Talento no te falta.
Será mi próxima lectura ;-)
EliminarGracias por leer, por comentar y por ser mi abuela querida, sobre todo por esto último jajajajaaj
Por cierto... a mí tampoco me toca la lotería y yo sí que juego jajajajajaja Ojalá cambie mi suerte un día de éstos...
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