Detrás de las máscaras


Recuerdo que hace un tiempo, cada vez que me llevaban al parque solía sentarme en uno de los bancos para poder observar a la gente que se iba cruzando por mi camino. Me entretenía jugando a  adivinar cómo sería la vida de aquellas personas, creyendo que sería capaz de hacerlo solo con verles la cara. Cuando era pequeña  vivía convencida de que se podía conocer a una persona solo con observarla. Esa es la magia de la mente de un niño: su inocencia. No tratan de buscar dobles sentidos a las palabras ni se plantean la veracidad de un gesto, simplemente porque no contemplan la posibilidad de que esas palabras y esos gestos puedan ser falsos. Sin embargo, cuando creces empiezas a descubrir que las cosas no son tan simples como parecían hace unos años, y conforme vas madurando te vas dando cuenta de que la mayoría de las cosas que te rodean no son tal y como se dejan ver…  Ni siquiera las personas.  

Conforme vamos creciendo y nos hacemos conscientes de la realidad que nos rodea sentimos la necesidad de escondernos detrás de miles de máscaras, quizás por miedo a entregarnos tal y como somos, o quizás lo hacemos como un mecanismo de defensa con el que tratamos de protegernos ante los posibles daños que podamos sufrir. Los cierto es que a lo largo de nuestra vida vamos enmascarando nuestra verdadera personalidad debajo de miles de caretas, aparentando ser personas que no somos, personas que en algunos casos ni siquiera nos gustan. He visto a quien lucha por mostrarse como una persona fría y calculadora para evitar que el mundo pueda ver su fragilidad; a quien hace de la indiferencia un escudo, tratando de que nadie sepa lo que sufre en realidad. He visto a quien presume de valentía y seguridad solo para que nadie pueda ver sus miedos, y a quien se esfuerza en apartar de su lado a gente que realmente le importa.

Cuando crecemos nos convertimos en auténticos expertos del despiste, y jugamos a decir cosas que en realidad no pensamos, a aparentar lo que no somos, a actuar de forma contraria a como realmente querríamos hacerlo. Con cada nuevo golpe que recibimos creamos una nueva careta, un nuevo escudo con el que intentar protegernos. Nos creemos que de esa forma podremos mantener el control de nuestra vida, pero la realidad es muy distinta. La realidad es que todas esas barreras, todas esas máscaras tras las que nos ocultamos solo sirven para hacerlo todo mucho más difícil. ¿De qué sirve callar lo que pensamos, reprimir lo que somos, actuar de forma contraria a cómo deseamos?

Por muchas barreras con las que nos cubramos siempre habrá algo o alguien con la capacidad de dañarnos. Nos guste o no es algo inevitable, y es por eso que las caretas no nos protegen y no pueden evitarnos el sufrimiento. Las caretas no son más que muros que lo único que consiguen es alejarnos del resto, barreras que solo sirven para alejarnos de la felicidad.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Ojalá pudieras verte como yo te veo

El acoso de los talifanes

Si me permites un consejo