Escudos convertidos en cadenas
La infancia es nuestra etapa más
pura e inocente, la única etapa de nuestra vida en la que nos mostramos como
realmente somos sin plantearnos nada, sin pensar en las consecuencias de
nuestra transparencia. Recuerdo la infancia como la etapa de mayor libertad,
como la etapa en la que no necesitábamos poner buena cara ante algo que no nos
gustara, en la que no existía la hipocresía, en la que no teníamos que fingir.
Durante la infancia todo se reducía a un "Sí, me gusta" o a un
"No, no me gusta". No había “peros”, no había medias tintas ni
existía la falsedad. Todo cuanto hacías o decías era porque realmente lo
sentías dentro de ti, y no había motivos por los que reprimirte. Sin embargo,
tal y como dice la gran Vanesa Martín en una de sus canciones "Como todo en la vida, lo que viene se
va", y la infancia no iba a ser menos.
El tiempo va avanzando a ritmo
constante, sin detenerse nunca, arrastrando consigo etapas, momentos y
vivencias, convirtiéndolos en recuerdos
que, aunque si bien siempre estarán con nosotros, jamás seremos capaces de
recuperarlos. Inevitablemente llega un momento en el que nos vemos obligados a
dejar marchar nuestra infancia, y con ella nuestra transparencia e inocencia.
De pronto todo cuanto nos rodea empieza a hacerse cada vez más complicado, y en
aquello en lo que antes sólo veíamos el blanco o el negro ahora empezamos a ver una gran cantidad de
matices que antes ni siquiera habíamos contemplado. De pronto detrás de una
sonrisa no siempre se esconde la felicidad, sino también la tristeza o la
sensación de vacío, al igual que no todas las lágrimas son sinónimo de derrota
y pena.
Llega un momento en el que nuestras
propias vivencias nos hacen llenarnos de miedos, dudas, heridas y cicatrices
que nos obligan a cubrirnos con miles de caretas y de disfraces en un intento
desesperado por sentirnos protegidos frente al mundo que nos rodea. Nos
obligamos a esconder nuestros puntos débiles y a aparentar más fortaleza de la
que tenemos realmente, creyendo que así conseguiremos librarnos de sufrir. El
problema es que siempre llega un momento en el que las caretas y los disfraces
con los que intentamos protegernos se vuelven en nuestra contra, causándonos más
daños que beneficios.
Corremos el riesgo de que los
disfraces y las caretas con los que nos vamos cubriendo a lo largo de nuestro
vida se acaben adueñando de nosotros, hasta el punto de que, a veces, nos hacen
olvidarnos de quienes somos en realidad, impidiéndonos actuar como realmente
deseamos. Antes o después llegamos a un punto en el que, esos disfraces que
antes utilizábamos como escudos, de pronto llegan a convertirse en cadenas
capaces de cortarnos las alas, o en pesadas losas que vamos arrastrando y que
nos hacen mucho más lento y difícil nuestro camino.
Nos empeñamos en ocultarnos debajo
de miles de capas y en perder nuestra transparencia como un mecanismo de
defensa ante los posibles daños que podamos sufrir. Nos esforzamos en maquillar
y en disfrazar nuestra esencia, hasta que prácticamente conseguimos hacerla
desaparecer, sin pararnos a pensar en que, a veces, es precisamente nuestra
esencia, es decir, nuestra verdadera personalidad, la única capaz de
conducirnos por el camino correcto hacia nuestra felicidad, y la única que nos
permite disfrutar por completo de ese camino en el que, indudablemente habrá
tramos mejores y tramos más duros, pero es necesario pasar por todos ellos para
alcanzar la meta deseada.
Es posible que cubriéndonos con
miles de caretas consigamos evitar los daños que pueda causarnos la gente que
nos rodea, pero esas caretas nunca podrán protegernos del dolor que se siente
al renunciar a lo que realmente quieres, al sentir que has dejado escapar
demasiadas cosas. Ninguna de las caretas ni de los disfraces con los que nos
cubramos podrá evitar el dolor causado por el fracaso, por lo que no hemos
vivido, y ese dolor es prácticamente imposible de borrar.
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